Una crónica e imágenes de Lucía Valderrama
Como el río Miño así es el camino de Santiago. La corriente del Miño siempre sigue una misma dirección, a veces más caudalosa, otras menos, gracias, siempre a sus afluentes. Cada uno de ellos empieza desde un punto, atraviesa diferentes lugares y parajes, pero todos acaban en el mismo lugar. Muchas veces, estos afluentes pasan desapercibidos, pero, en este caso, el Miño es menos caudaloso que su principal afluente, el Sil. Para muchos gallegos es el Sil incluso mucho más importante, en su día a día, que el Miño, aunque podamos pensar que es al revés. Pero, sin el Sil no hay Miño como sin peregrinos, no hay Camino de Santiago. Ellos, los peregrinos, son los afluentes de este camino de las estrellas al que, desde estas Pascuas, pertenecemos los veintiséis alumnos de la CEU UCH que acompañados por varios profesores y nuestro capellán Domingo Pacheco, comenzamos a caminar en Sarria, sin conocernos, y hemos terminado formando parte de este río de la vida que es el Camino De Santiago. Una casualidad confiada a la Providencia.
Lo más bonito del Miño es que cada gota que lo conforma, cada afluente, termina, a pesar de las dificultades, desembocando en el mismo lugar: en el océano Atlántico. Laura, Elena, Miguel, Ruth, Carlos, Carmen, Andrés, Ana, Amaro… Cada uno cargaba con su mochila con el lema sin dolor no hay gloria, una mochila distinta a la que guardábamos la muda para cuando llegábamos al albergue. Cada uno de ellos, cada uno de nosotros, con sus circunstancias, sus vidas, sus problemas andamos el camino, y, cuando esa mochila nos pesaba demasiado y parecía que no podíamos con ella o que la cuesta era demasiado empinada y que nos íbamos a rendir, llegaba uno de nosotros y nos ayudaba a cargarla.
Descubrir al Otro
En la cotidianeidad, no puedes conocer a veces a alguien en profundidad, pero después de seis días caminando veinte kilómetros, la creación del vínculo surge. “No me imaginaba que pudiese echar de menos a personas que hace una semana no conocía”, comentó Miguel. Cuando llegamos el último día, final de etapa y camino, a la misa de doce en la catedral, las lágrimas brotaron en los ojos mientras veíamos el botafumeiro volar sobre nuestras cabezas. Sin notar los pies, agotados, los abrazos que nos dimos fueron los más bonitos que hemos recibido en mucho tiempo. La mochila del corazón dejó de doler y de pesar en ese instante, acogiendo los recuerdos y el cariño de cada uno de nosotros. Llegamos a la meta, y solo, ¡con veinte años!
El camino te descubre a las personas y en él te das cuenta de la razón por la que están ahí. Alguien viene por una promesa que hizo hace dos años y, como una campeona, a pesar de las dificultades y de parecer casi imposible, llega al final. La vida ahora le viene regalada. Otro viene porque su abuela falleció hace un año y, aunque se considera ateo, sabe que algo le mueve a dedicárselo y que, quizás, la muerte no es el final, y puede sentirla cerca. El camino es especialmente duro para él, pero le acompañamos, le apoyamos y lo logra…, entra en Santiago.
Otro decide hacerlo porque, recién mudado a Valencia, se siente solo, quiere hacer amigos de verdad, conocerse y sentirse conectado a la naturaleza. Sin darse cuenta se convierte en el mayor apoyo de muchos de nosotros junto con otro alguien, que, habiendo hecho el camino tres veces, es capaz de cuidarnos, de animarnos y de amenizar de una forma tan delicada esas cuestas infernales. Esa persona, aun teniendo una mochila emocional, muy pesada, es capaz de abrazar las nuestras y aligerarlas. Todos por todos. Cada uno se da a los demás de la mejor forma que sabe, pero, sobre todo, escuchando y acompañando. Muchas veces, sin darnos cuenta, hasta que llega un “gracias”. Qué mejor momento para recomenzar que la semana de Resurrección. Para muchos de nosotros el año acaba de empezar.
Un camino transformador
Antes de vivir esta experiencia te dicen que “el camino cambia la vida”. Mientras lo vives no te das cuenta y piensas que es una exageración, pero, cuando llegas a casa a las seis de la mañana y piensas en esos ratos acompañado, te das cuenta de que las piezas de tu puzle están ordenadas. Que ese abrazo al llegar al albergue, después de treinta kilómetros caminados, era lo que necesitabas para sanarte desde hacía meses. Que la ilusión de los demás, encendía la tuya, y que, la energía de esos afluentes era lo que te mantenía con ánimo para acabar cada etapa y empezar, por la mañana, como si las piernas fuesen nuevas.
Hoy, todos nosotros entendemos mejor la frase “caminante no hay camino, se hace camino al andar” de Machado. Domingo, nuestro capellán en la CEU UCH, se presentó diciendo, “mi trabajo es hacer felices a los demás”, y qué bien se le dio. Cada mañana nos presentaba un nuevo reto, una cuestión sobre la que reflexionar. A primera vista, como el poema, parecía que sólo debíamos hacer frente al reto de culminar el camino que íbamos recorriendo. Nos decía que teníamos que encontrar las piedras del camino que nos paran, pero que pueden impulsarnos a la vez.
Podíamos comprobar en varios tramos que son los pasos de los peregrinos los que crean el camino, pero se refería a la vida. ¿Qué es aquello por lo que vivo? ¿Qué hace que cada mañana me levante? ¿Qué es lo que me frena, pero me hace más fuerte? Dejar huella al pasar por la vida de los demás… ¿Cómo lo hago yo? Porque “lo importante no es llegar, sino el camino que haces”. ¿Qué importará si llegas a las dos del mediodía o a las siete de la tarde? Todas las noches nos juntábamos e íbamos compartiendo los detalles, divertidos, de nuestra ruta, alguna anécdota, alguna queja sobre la que reír. Al final, todos habíamos sufrido la misma lluvia, las mismas cuestas, los mismos kilómetros, pero por la mañana abríamos nuestros corazones, por las tardes los sanábamos. El aprendizaje más bonito es el que nos enseñó nuestro compañero Carlos cuando, de repente, nos pidió que levantásemos la cabeza y admirásemos lo que había a nuestro alrededor. Llovía. Era un tramo complicado, pero asomaba el arcoíris, y no nos habíamos dado cuenta de que, como borregos, seguíamos los pasos de los demás mirando al suelo para evitar caer. Desde aquel instante encontramos lugares preciosos que en nuestra ciudad no vemos con tanta facilidad. Desde entonces aprendimos a encontrar belleza en cada tramo. Verdes campos donde las vacas pastaban tranquilamente, donde corría un riachuelo por debajo de un puente de piedras. Y, es entonces, donde cada uno de nosotros nos dimos cuenta de que lo que busca en su vida es esa constante belleza, aunque no entiendas a qué se refiere, y que es la belleza la que te mueve a admirar, a parar, a sonreír.