Podríamos referirnos al autismo (Trastornos del Espectro Autista, TEA) como “un trastorno del neurodesarrollo de origen neurobiológico que se caracteriza por déficits persistentes en la comunicación social e interacción social en múltiples contextos, con patrones restrictivos y repetitivos de comportamiento, intereses o actividades” (Asociación Americana de Psiquiatría, 2013). Pero quedarnos únicamente en esta definición, incluso desgranando cada uno de los aspectos que de ella se derivan, nos haría limitarnos, en el mejor de los casos, a lo aséptica y políticamente correcto, a la superficie del gran iceberg que conforman los complejos procesos de la comunicación y las relaciones humanas. 

‘Cambiar el paradigma que guíe el proceso de intervención es uno de los grandes retos en el trabajo con las personas con diversidad funcional en general y con las personas con trastorno del espectro autista en particular’

Dr. Juan Vives Vilarroig, psicopedagogo, profesor de Magisterio en la Universidad CEU Cardenal Herrera en Castellón

Al contrario, para poder adentrarnos en la verdadera realidad que viven las personas con autismo, necesitaríamos adoptar una mirada que fuera más allá de una mera descripción dimensional, pues, aunque todas las personas con esta condición cumplen criterios de diagnóstico, cada una de ellas presenta características únicas e irrepetibles, y no podemos obtener un patrón estable que caracterice por igual a todo un amplísimo espectro.  

Un modo de estar y ser 

Al hablar de condición, aceptamos que el autismo es una forma de estar en este mundo, el de todos; una forma de procesar la información y una de las muchas maneras que hay de ser.  

Aceptamos también que, si actualmente no se conoce ningún marcador biológico que indique la existencia de una enfermedad, la intervención no debe ir enfocada en términos de cura, sino de educación, desarrollo de habilidades, mejora de la calidad de vida, aprendizaje y, sobre todo, de convivencia, un concepto del cual se desprenden dos aspectos clave que deben darse de forma simultánea: la propia persona y el entorno social como agente facilitador. 

‘Un entorno formado es un entorno que no tiene miedo, un entorno que no tiene miedo es un entorno que acepta, un entorno que acepta es un entorno que incluye’

De un lado, las personas con TEA necesitan realizar un gran esfuerzo para adquirir herramientas que les permitan comprender las reglas que gobiernan el complejo mundo de lo social a través de una educación explícita de las mismas. A su vez, el entorno debe corresponder con la misma intensidad, abriéndose desde una mirada que acepte las diferencias y la diversidad como parte del  activo que nos caracteriza como especie.  

Para que esta apertura pueda producirse, la intervención debe ampliar el foco yendo más allá del individuo, contemplando una completa gama de acciones informativas y formativas que impregnen todas las instituciones, agentes sociales y entorno próximo, aplicando la máxima de que un entorno formado es un entorno que no tiene miedo, un entorno que no tiene miedo es un entorno que acepta, un entorno que acepta es un entorno que incluye y, por tanto, fomenta la convivencia en el único contexto en el que se desarrolla el ser humano, el contexto  natural, el contexto humano. 

Cambiar el paradigma que guíe el proceso de intervención es uno de los grandes retos en el trabajo con las personas con diversidad funcional en general y con las personas con trastorno del espectro autista en particular. Solo así, solo dedicando esfuerzo a la formación del entorno, estaremos en disposición de adquirir una nueva mirada hacia la convivencia, a la construcción de una sociedad a la cual todos pertenecemos y en la cual todos cabemos. 

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