El rastro de Valencia, un lugar para recordar

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María Álvarez / 4º Periodismo

De un lado para otro, como si de un plano general de una superproducción cinematográfica se tratara, cientos de productos de todas clases, formas y colores se unían en perfecta armonía con los gritos de los tenderos. Miles de miradas, a cada cual más indiscreta, corrían recalando información de todo lo que veían. Al medio día, el bullicio ya era incontrolable. El rastro tenía vida propia.

Para todo aquel amante de las antigüedades, de lo nostálgico, de lo bohemio y, por así decirlo, de lo ‘añejo’, el rastro es su paraíso. Los domingos, desde bien temprano, los aparcamientos de Mestalla pasan de ser un simple lugar de carretera a ser una ciudadela de personas que buscan cualquier cosa que necesiten o les sea de utilidad. Buscan cosas viejas que debidamente restauradas tienen un gran valor, o que les recuerde cosas pasadas, como le ocurre a Emilio de 48 años, que acude cada domingo y siempre termina comprando algo,  para no hacer el viaje en vano, aquí encuentro cosas que hace años que no veo. Mi debilidad son los TBO y los cómics clásicos españoles que me hacen volver a las tardes de mi infancia», señala.  Muebles, juguetes, aparatos electrónicos, algo de ropa, películas, libros… todo debidamente dispuesto, como si fuese un gran supermercado al aire libre, miles de piezas de diferentes apariencias se sientan sobre mantas, trapos y tablones al grito de “bueno, bonito y barato”. Aguardan con paciencia un nuevo dueño, un nuevo hogar en el que ser útil.

 

El arte del regateo

“Ven que te voy a enseñar a regatear”, me señala María con una sonrisa en la cara cuando le pregunto cómo se hace un ‘regateo en condiciones’. “Tú siempre tira los precios al suelo que ellos se encargaran de subirlos”, me cuenta entusiasmada mientras caminamos entre una marabunta de gente. Entretanto, y mientras ella sigue dándome consejos, no aparto la vista de todo lo que me rodea, me fijo en que en cada puesto y en cada artículo.

En cada rincón veo a un personaje inquieto, algo intranquilo y con los sentidos vigilantes. Me quedo unos instantes mirándolo y María se percata de ello, “es un carterista, he visto como la policía se lo ha llevado varias veces”, me aclara.  Tras pasar varios puestos más, María divisa algo que despierta su interés. “Mira, ese reloj me gusta para la cocina, ¿qué te apuestas a que lo consigo por menos de 10 euros?”, apostilla. Así a primera vista y a juicio rápido creo que el reloj cuesta alrededor de 20 euros, por lo que le digo que no creo que lo consiga por menos de unos 15 euros. Cuando me quiero dar cuenta, María ya ha empezado su juego. Un tira y afloja con el tendero en el que, de momento, este lleva todas las papeletas de salir ganador. “Por ocho o me voy”, le dice al vendedor, que había puesto un precio de salida de 18 euros. Y cuando María hace el gesto de irse, se escucha: “Dame ocho y te lo quedas”. El reloj tiene nuevo dueño, y entre risas mientras nos marchamos María me asegura que el truco de «la escapada» falla muy pocas veces. Me despido de ella para proseguir los últimos momentos del mercadillo y en sus palabras de despedida me resume lo que es y lo que hay en el rastro: “Todo lo que quieras encontrar, si existe, lo encontrarás aquí. Bueno, bonito y barato”.

No me quiero ir sin saber cómo viven los comerciantes este lugar tan especial, y Juan, tendero de libros, cierra mi anecdótica mañana definiendo el rastro como “algo mágico y especial”.