Un análisis de Fran Alfonso / Imágenes: Archivo
Hace unos días tuve el placer de ver una de las películas de este milenio que mayor impronta me han dejado. Estoy hablando de «La La Land». Un filme que se podría resumir como uno de los mejores musicales modernos de la nueva era que se han hecho. Hay tantos aspectos a destacar de esta película, su guion que sabe perfectamente como moverse de una forma hábil entre comedia, romance y drama, el festival de colores que podemos ver desde el primer segundo con una de las escenas iniciales más icónicas y coloridas que se pueda ver en un musical, o sus interminables referencias fílmicas, a «Los paraguas de Cherburgo», «Casablanca» o los musicales más celebrados de Fred Astaire y Ginger Rogers. Si en este punto usted como lector no ha tenido el goce de poder ver esta película, le ruego que la mire antes de seguir leyendo, aunque vayamos al final de la película…
El final de «La La Land» es una experiencia que te machaca en mil pedazos para después recomponerlo y terminar de fulminarlo con una sola mirada. Una mirada que pasará a la historia del cine y que basta para encumbrar una película que se podría haber quedado en un gran musical y que gracias a un simple contacto visual hace que ascienda al cielo nocturno al que pertenecen todas las grandes estrellas y filmes que marcaran nuestra memoria colectiva.
En dicho final, Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) se encuentran después de cinco años separados en los que cada uno ha decidido perseguir sus sueños y rehacer sus vidas en lugar de encontrar la felicidad entre ellos. Nos encontramos a Mia con una nueva pareja y, al verse los dos, Sebastian comienza a tocar la canción con la que ambos se conocieron, una banda sonora que parte el alma en dos pedazos. De la mano del genio Justin Hurwitz es el momento en el que se rememora cómo podrían haber cambiado las cosas de estar ambos protagonistas juntos, en un montaje lleno de precisión, ritmo y emoción.
Un instante cinematográfico en el que sin solución de continuidad los escenarios, el movimiento, el jazz, los violines angelicales, el vestuario rebosante de color y los pequeños detalles hacen derramar alguna lagrima fácil. Y, después de todo este despliegue de ingenio por parte del director Damien Chazelle, viene el plano final, seguramente el plano más sencillo de la película donde están los dos personajes mirándose y dándose las gracias porque ambos han conseguido lo que tanto querían para el otro. Su éxito en lo que les llena de verdad, Mia en su triunfo como actriz y Sebastian como músico de jazz a cambio de renunciar el uno al otro, un precio muy alto por seguir sus sueños.
Al lanzar su mirada, Mia le da a entender a Sebastián que reconoce la melodía y que aún recuerda su relación con cariño. Lo que hace entristecer todavía más al espectador y le hace recorrer una extraña sensación por la espalda, un escalofrío como si dentro de la tristeza estuviese la felicidad, algo de esperanza, y la seguridad de que lo que han vivido seguirán recordándolo hasta el fin de sus días. ¿Y que tiene de bueno un final en el que los protagonistas no terminan juntos?
A lo largo de la historia del cine las productoras siempre han impuesto los finales felices que eran más «comerciales» y que creían eran los que pedía el público. Podemos ver ejemplos como «Desayuno con diamantes», cuyo final dista mucho del libro o incluso en «El graduado» donde ambos protagonistas terminan escapando de la boda en lo que aparenta ser un final feliz. Pero, ¿qué ocurre después de eso? ¿Siguen siendo felices? Es curioso que algunos críticos consideren a la película «Kramer contra Kramer» como secuela de «El graduado», una agria teoría que sería una muy buena forma de echar un jarro de agua fría a todo ese tipo de finales felices que parece que se acaban cuando salen los títulos de crédito.
Creo que, cada vez más, se está empezando a ver una revolución de «finales infelices», ya sea en películas como «500 days of summer» o «One day». El espectador no siempre busca ser complacido en el cine. En ocasiones, busca la tensión, el dolor, el sufrimiento, pues el cine es un espacio muy similar a la vida donde puede ocurrir cualquier cosa. Esa es la gracia de la propia vida donde también se sufre, pero también se ríe. El punto medio está en aprender a aceptar las cosas como son, incluso los finales tristes, porque en algunos es posible que nos sorprendan y nos dejen con sensaciones que no habríamos descubierto antes, como esa melodía al piano de «La la land» que a los más fans de esta historia jamás olvidaremos.