Un análisis de Laura Fargueta / Imágenes: Cinema Jove
«Solo se vive una vez; pero si lo haces bien, una es suficiente». Así arranca la película Lo carga el diablo, con una de esas frases edulcoradas que figuran en los sobrecitos de azúcar que acompañan cualquier buena taza de café amargo. Justamente así es la ópera prima de Guillermo Polo, una road-movie de comedia negra en la que su director imprime un carácter agridulce, aunando las luces y sombras de sus caricaturescos protagonistas.
Tristán (Pablo Molinero) es un escritor frustrado que se dedica precisamente a escribir frases para sobres de azúcar. Su monótona vida da un vuelco cuando aparece el cadáver de su hermano Simón, un galocho vividor, la antítesis directa de Tristán. Con él aparece un sobre en el que figura su última voluntad: debe trasladar el cuerpo de Avilés a Benidorm para enterrarlo junto a la casa familiar. A cambio, le espera un tesoro de 20.000 euros.
Su delirante aventura está plagada de personajes de lo más estrambóticos, desde una peligrosa mujer de armas tomar, interpretada por una deslumbrante Antonia San Juan, y acompañada por su padre senil, hasta una madre hippie o una joven adicta a las emociones fuertes. Esta última, Álex, también una «fugitiva», acompañará la ruta de Tristán y cambiará su manera de ver el mundo. La película entra en la lista de películas en clave de humor negro sobre escritores frustrados, como Barton Fink o El ladrón de orquídeas. Y es que la página en blanco puede arrastrar a un escritor a los territorios más insospechados de la mente.
Polo se recrea en los aspectos más grotescos del ser humano con altas dosis de humor, todo hilado bajo una pátina del más puro costumbrismo castellano. Sin embargo, la estética dista mucho del cine quinqui español —al que podría remitirnos la trama— y se acerca, más bien, al cine norteamericano. Recuerda a los Coen y su Gran Lebowsky, pero también a la ópera prima de Spielberg, El diablo sobre ruedas, y a Jim Jarmusch. Polo juega con una paleta saturada y el contraste de colores cálidos con fríos en un mismo plano, estilo que recuerda a Aki Kaurismäki. Destacan los primeros planos, a menudo desde una lente angular que deforma el físico de los protagonistas, y a partir de un ángulo contrapicado. De esta manera, la fotografía es uno de los aspectos más cuidados de la película. Sin embargo, en ciertas escenas resulta tan artificiosa que parece estar viendo un spot publicitario más que un largometraje de ficción. También destaca el diseño de producción y el vestuario. Los personajes están perfectamente caracterizados a golpe de vista, con colores terrosos, monótonos, en el caso de Tristán, y chillones para Álex.
El largometraje arranca con una narración de Tristán en off que se repite al final del metraje, siguiendo así una estructura circular. Sin embargo, la cinta peca de irregular: esa dinamicidad que promete con su arranque se desinfla pasado el primer tercio. De la misma forma, se crea un suspense en torno a la figura de Álex que nunca llega a resolverse: al final del largometraje conocemos casi tan poco de su personaje como en su primera aparición. Las conversaciones entre Tristán y Álex pronto se tornan insípidas, con una dinámica repetitiva que no evoluciona.
Otro de los aspectos menos positivos de la película es su diseño sonoro: aunque sus canciones, de la mano de cantantes como Manolo Kabezabolo o Gabriel Ríos, son más que adecuadas, pierden efectividad por formar parte de una banda sonora continua que no da respiro ni espacio a silencios. A pesar de ello, Lo carga el diablo no deja de ser un largometraje interesante, con un estilo único muy atractivo que sorprende por su frescura en el panorama audiovisual español. Es difícil que en sus casi dos horas de visionado no saque alguna sonrisa, como ocurre con las frases de los sobres de azúcar.